Un poco como lo que sucedió con la Carmenere en Chile, donde se le confundía con la Merlot, la Chenin Blanc permaneció 300 años en el anonimato en Sudáfrica, donde se cree llegó en el bergantín Dromedaris, en 1655, a bordo del cual estaba Jan Van Rieebek, el primer impulsor del vino en esa parte del mundo. No fue conocida con su nombre francés original sino con una toponimia local, Steen (pronunciada algo así como sh-táin), que permaneció hasta 1963, cuando un ampelógrafo de la Universidad de Stellenbosch la identificó como Chenin Blanc.

Si bien la Pinotage es considerada la cepa bandera de los vinos de Sudáfrica, con 8,000 hectáreas, la Chenin Blanc, con más de 18,000 y con vinos de suprema calidad, tiene derecho a reclamar ese título. De hecho, su área es mayor que el área combinada del resto del mundo. Es una cepa muy versátil, produciéndose desde brandy hasta vinos dulces y con Botrytis, pasando por espumantes y varios tipos de tranquilos. Su característica principal es una acidez intensa, lo que le permite una guarda prolongada para los vinos de más calidad (se habla de hasta 100 años) y beneficiarse de tratamientos como conversión maloláctica, crianza en lías y uso de roble, lo que resulta en mayor complejidad, textura cremosa y redondez en boca. A ello contribuye también que se han conservado muchas viñas antiguas cultivadas en vaso, lo que permite elaborar vinos realmente estupendos, con mayor concentración de sabor.

A pesar del clima cálido y menos lluvioso de Sudáfrica, los vinos mantienen alta acidez y expresan notas típicas de manzana y fruta de hueso, con madurez más marcada que sus contrapartes del Loire, aportando además fruta tropical, como la piña y guayaba. Exhibe tonos florales como jazmín y madreselva, toques a miel y/o cera de abejas y marcada mineralidad.