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Petit Verdot, Bodega Braccobosca


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Aunque fuera solo por el nombre con ese caché francés (pronúnciese petí vergdó) ya debería llamar la atención de los amantes del vino. Si no es así es porque siempre ha estado a la sombra de otros nombres más reconocidos, cepas con las que forma parte de los grandes blends de Bordeaux, donde la Cabernet Sauvignon y la Merlot son las protagonistas. Y la razón no es porque le falte en nariz, vista, cuerpo o espinazo -que cuando está bien hecho es un vino que tiene todo eso- sino que en esos climas con influencia marítima (Atlántica y el estuario del Gironde) de los viñedos de su patria, casi nunca el verano se alarga lo suficiente para acariciar con sus tibieza los racimos de esta cepa de maduración pausada y tardía.

Tal como la Malbec, Tannat y Carmenere, la Petit Verdot ha tenido que migrar a climas más  benignos para rendir buenos vinos varietales. Desde California a Chile, pasando por España y Australia, se han producido notables vinos con esta noble cepa.  Llevada a Uruguay en los años 70 por la familia Pisano, ha encontrado en regiones que reciben los vientos atlánticos como Canelones y Maldonado, y en otras algo alejadas de la costa, como Salto, un nuevo hogar donde brindar rendiciones sobresalientes.

Fue precisamente en Canelones, en la bodega Braccobosca, donde su dueña y gerenta Fabiana Bracco, me sirvió con justificado orgullo su Petit Verdot Reserva 2016 de la línea Ombú. Oscuro y brillante a la vista, elegante en nariz y en boca, enamora con fragancias de fruta negra bien madura aligeradas con una fresca brisa de violetas y salvia, bajo la cual, sutilmente, se filtra un breve destello mineral. Una joya. Ya está la tarea: a buscar un buen Petit Verdot. Si es de Uruguay, mejor.

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Montevideo, Uruguay y sus Vinos


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Plaza Independencia, Montevideo

ENGASTADA entre dos gigantes sudamericanos como son Argentina y Brasil, la República Oriental del Uruguay es una joya que requiere -a pesar de su pequeño tamaño- muchas visitas para conocerla y disfrutarla. Y es que no solo es que su gente, que es amigable y abierta, sino sus paisajes de planicies verdes y sus hermosas playas, invitan a permanecer y conocerlos de cerca. Uno pensaría que su capital, Montevideo, palidece frente a esa cosmópolis vecina y formidable que es Buenos Aires, sin embargo no es así. La capital uruguaya, con su millón y pico de habitantes, refleja el espíritu libre del gaucho, con calles y plazas amplias, adornadas con las frondas de grandes árboles y repleta de hermosa arquitectura monumental con estilos neoclásico, posmoderno y art deco, entre otros.

Al igual que con el fútbol, en el que Uruguay tiene un estilo propio que muchas veces desafía a los de sus gigantes vecinos, en el mundo del vino, los orientales han desarrollado su propia identidad. En poco más de 9000 hectáreas de viñedos para vinos finos, 280 bodegas -en su mayoría emprendimientos familiares- producen vinos de marcada influencia europea  pero con una impronta transversal del terroir uruguayo, que se traduce en una nariz llamativa, dulce y fresca, común a tintos y blancos. Los primeros están bien representados por la Tannat, que aunque no es tan conocida como la Malbec argentina, deja huella imborrable por donde sea disfrutada. Otras cepas tintas que están dando sorprendentes vinos son la Petit Verdot, la Zinfandel y la Arinarnoa, además de las ya comprobadas Merlot y Cabernet Franc. Con su clima atlántico, Uruguay tiene un potencial enorme para la producción de excelentes vinos blancos, como lo están demostrando ya las rendiciones de Albariño y Sauvignon Blanc.

Así como Montevideo es una ciudad pequeña, limpia, ordenada y bella, los vinos del Uruguay se están distinguiendo por su limpieza y precisión en nariz y boca, su bien pulida textura y por la innovación y cuidado («el vino es amor» me dijo Manuel Filgueira, dueño y winemaker de la bodega Los Nadies) que las pequeñas bodegas uruguayas vuelcan en sus productos.