
LIMPIANDO la memoria de mi vieja laptop para librarla de archivos viejos e inútiles, un poco como quien se deshace de aquellas ropas que tienen más de 6 meses en el ropero y sabemos que ya no las vamos a usar, encontré esta imagen del local del Vivaldi de San Isidro. Este establecimiento, que era un híbrido de restaurant, buffet, discoteca, bar y wine bar -funciones que ninguna llegó a cumplir mas que modestamente- tenía un cierto encanto, algo habia como una ingenuidad, al estar ubicado en lo mejor de San Isidro, a pocas cuadras de El Olivar sobre la avenida Conquistadores, y con semejante nombre uno esperaba primero encontrar un joint sofisticado con música acorde al nombre, algo barroco, quizás Bach o por último, las pianadas algo arracimadas de Ray Conniff o Burt Bacharach, pero era recibido con estruendos de salsa y otros ritmos latinones.
Algo similar sucedía con la comida, que tenía más de menú diario que de sofisticaciones gastronómicas. La carta de vinos se reducía a algunos caldos peruanos muy recorridos, acompañados de los infaltables Malbec de supermercado y alguno que otro vino chileno, que no se ofrecía de manera abierta para congraciarse con los comensales. Lo mejor era el servicio, personal muy amable y siempre muy dispuesto a complacer. Con todo eso debo decir que en más de una vez me «bacilé», que la pasé bien con familiares y amigos y comimos insípidos platillos de la culinaria peruana, tomamos vinos que apenas llegaban a medianos y bailamos hasta que el cuerpo no dio más.
Hace poco más de dos años pasé por la Conquistadores y me encontré con la imagen de la foto. Sentí un ventarrón mezcla de nostalgia y miedo, nostalgia por darme cuenta que el mundo que conocí de joven y adulto se iba esfumando y eso me causaba enorme tristeza y miedo por la realización de aquello que los budistas llaman la inevitabilidad de envejecer; caí plano y contundo en la conciencia de que me estoy haciendo viejo. Pero, volviendo al tema budista, que me fue ofrecido en mis 30´s por una cariñosa -aunque fully disfunctional- familia canadiense (la de mi esposa de entonces), consideré que uno de los principios más trascendentes de esa filosofía es justamente aceptar que nada es permanente, que todo cambia, y que al momento de aceptar el dolor que esa realización causa, estamos en control de nuestra vida. O para aterrizarlo a un plano más popular, en la frase que plasmó W. Allen en su excelente (para mí, porque la critica fue feroz) película Deconstructing Harry: «La tradición es la ilusión de la permanencia».